Por: Fernando Cortez. Co.marca Digital – Universidad del Cauca
Publicado en El Nuevo Liberal – Julio 2 de 2018
A los pueblos los construyen sus historias. Los habitantes guardan en la memoria los cimientos de los pasos que han sido y que serán. Célimo Hurtado es un vegueño de pura cepa, repleto de cuentos y risas. Perfil.
Es tarde y estoy en la cabecera de La Vega. Siempre, mis encuentros con los integrantes del Proceso Campesino y Popular de La Vega están enmarcada en el dicho, el refrán, la anécdota y el chiste. Orden del día: 1. Anécdotas y varios.
Bromean, pero no es lejana la realidad.
Es tarde y estoy conversando con Yamith. Dice que el profe después del accidente se siente un poco solo.
–Hay veces en que me llama y me dice: Yamith, se me olvidó cómo hacer tal cosa en el word, venga y ayúdeme. Yo sé que es porque necesita conversar.
Yo lo entiendo. Nadie con tanta palabra en la cabeza y la garganta puede soportar en soledad el deseo incesante de sembrarlas en oídos amigos.
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Que no los engañe. A estas paredes pálidas y a ese estante vacío donde debería haber libros y hay papeles desordenados, no les hace falta el peso de la historia. Ella, esa vieja polvorosa y sabrosona, está sentada frente a mí, y me dice que le hable fuerte, que por qué no traje una media de aguardiente, como fue costumbre alguna vez con los notarios de La Vega.
Había escuchado de él. Se llama Célimo Hurtado, un hombre bonachón, de bigote poblado, envuelto en una sudadera ancha, abrigado en una habitación olorosa a limpio, que oculta sus ojos tras unos lentes gruesos.
Nació por allá en los 40. Creció y se hizo acá, en La Vega, Cauca, un pueblo incrustado en las montañas del suroccidente colombiano, pintado de un verde frío que baja del páramo.
Llego a él por su compadre, don Ricardo Salazar. Lo encuentro bajando de ver una ternera con su hija.
–Hola, don Ricardo –le digo–. Lo andaba buscando.
–Dígame, ¿qué será? Plata no tengo –me responde en broma.
Le cuento que quiero conocer a don Célimo, que Yamith ayer me dijo que andaba por el pueblo, y que ya casi me iba para Albania y que entonces, aprovecháramos el tiempo para ir pronto.
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Si por algo se conoce a los vegueños, dicen, es por mentirosos. Hace unos días escuché, por ejemplo, que hace varios años un par de compadres estaban sentados en algún escaño del pueblo conversando.
–Hola, ¿alcanzás a ver ese par de abejas que están peleando allá en esa montaña?
–No, hola, pero sí escucho como aletean.
Yo me crie con estas cosas, escuchando en Albania a don Gerardo Muñoz o a don Luis Parra echar sus cuentos y anécdotas en los velorios, los amaneceres de borrachera, batiendo el manjarillo los diciembres, espantando los moscos mientras cogían café o limpiaban cañales, o sentado en el andén junto al escaño histórico de doña Sara (testigo indiscutible de amores, tropeles, charlas, canciones, juegos de naipe y pedos).
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El profe Célimo me dice que nosotros, los vegueños, “no somos mentirosos, sino que decimos verdades exageradas”. Además me explica esa condición de los de la cabecera del hablar fuerte:
“Nosotros somos muy gritones, pero no porque seamos sordos sino por el río. Es que antes la gente, como no había puentes, se ponía a conversar de lado a lado del rio: ¡Hola, comadre! ¡Hola, compadre! ¿Bien? ¡Sí, bien! ¿Y usted?”
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Se accidentó hace unos meses. Se cayó de las gradas del billar de Ariel ‘miel’.
Lo hubieran visto, con ese andar suyo, con ese modo de menear sus manos por la calle, esa gracia innata para contar las historias. La calle ya no es cómoda para sus pasos ni para sus manos. La Vega y la historia es lo único que le queda. Toda su sonrisa arropa las calles frías del pueblo.
Le ofrecí una mediecita. Dijo que no. Dijo que no se había puesto la caja de dientes de tomar y que no sabía dónde había dejado la caja de gastar. Que otro día, mejor.
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“Célimo Augusto Hurtado Pino. Nacido aquí en La Vega el 2 de octubre de 1941. Mis padres: Enrique Hurtado y Jocabeth Pino Cerón.
Mi infancia fue como la de todos los muchachos campesinos de provincia: descalzo, pobre, con compañeros de la misma farra, con juegos del tiempo de la época nuestra que era andar de a caballo en palo, jugar a la lleva, jugar al venado y jugar a las escondidas con las muchachas por la noche.
A ver le digo: la cultura vegueña es una cultura que ha sido por tradición oral, nuestros abuelos poco escribieron. Todo ha sido a base de trago. Conversar con ellos, emborracharlos y preguntarles y ellos le van soltando a uno. Pero que tuvieran por escrito, nada”.
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Recuerdo que yo también aprendo historias cuando otros beben. Y de vez en cuando en cuando yo los acompaño. No caería mal un roñoso ahora. Pero me voy.
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